Eternidad inacabada.
Autor: E.A.A.
En un recodo del Amazonas Raúl se abrocha el salvavidas ayudado por Laura que ya tiene el suyo colocado. Una pequeña canoa, con un motor en la parte de atrás, se mueve en exceso obligando a los turistas a ocupar los bancos de madera, viejos y ennegrecidos, para buscar la seguridad. Apenas dos metros de ancho por cinco de largo ocupa la defensa contra las aguas del río más caudaloso del mundo.
Un avión desde Europa les dejó en otro mundo, otro avión, más pequeño les situó cerca de la selva y un todo terreno, cargado de polvo, les introdujo en un viaje de cinco horas fuera de la civilización que conocen, donde los móviles, la prisa, la electricidad y la seguridad han perdido su sentido, para dejarnos en la orilla del río.
Se ha puesto en marcha el tiempo hacia la aventura, los sueños y el amor. Baja tranquila la vieja canoa por el río Cuyabeno adentrándose en la Selva amazónica de Ecuador. Gilver, el guía, anuncia dos horas de viaje en aquella frágil canoa con once personas a bordo, en un equilibrio difícil, impulsada por la corriente y un motorcillo que se antoja de juguete. Cuando salimos a la parte mas ancha del río se acelera y el paisaje nos hace olvidar todas nuestras neuras porque es imposible no quedarse perplejo ante tanta belleza. Allí recuerdas todo lo bonito que has visto en la vida para concluir que no lo puedes comparar con la belleza que aparece ante tus ojos. El guía conoce cada rincón del río y traduce los sonidos del bosque, la selva aprisiona el cauce de las aguas con su exuberante vegetación, algún Martín Pescador vuela tramos largos al lado de la barca, los chillidos de los monos suenan estridentes en lo alto de árboles a más de treinta metros de altura; Laura y Raúl no tienen ojos suficientes para mirar cuanto la naturaleza ofrece y juntan sus manos en un gesto de ternura, alegría, asombro y admiración.
En un remanso, en una fuerte rama suspendida sobre el río, la canoa detiene su motor y nos acerca a observar una anaconda brillante enroscada, con la cabeza reposando sobre su cuerpo. Laura parece reflejar en sus ojos verdes el brillo de su piel y en su sonrisa la sorpresa de este primer encuentro con la selva, con la vida llena de luz. Raúl no puede evitar acudir a la fotografía después de disfrutar de la contemplación de aquel reptil amenazante en tantas películas y ahora en sereno reposo ante sus cámaras. La anaconda de más de tres metros parece digerir un bulto que imaginamos puede ser de un gran ratón. Fotos, más fotos, cerca, más cerca.
- Podían evitar molestar su apacible digestión- voy pensando yo, consciente de estar en una canoa inestable que no necesita novedades para asustarme.
Caimanes, anacondas, tapires, delfines, monos, y más de mil especies de aves como el loro, el papagayo, los tucanes o las garzas. Mamíferos acuáticos como el delfín rosado, el delfín gris y el manatí, especies catalogadas en peligro de extinción y cuyo albergue son estas lagunas aisladas de las actividades humanas. Nueva parada para ver un nido de colibrí, como un juguete de barro que, me recuerda los nidos de los vencejos en los alerones de los tejados de mi pueblo, en pequeño, de arquitectura perfecta. La corriente sigue impulsando la barca, en el silencio se perciben cada vez mejor los ruidos que hace la vida oculta tras la vegetación: monos ardilla, monos capuchinos y chorongos. En lo alto de las ramas tucanes majestuosos y junto al río bandadas del cardenal de gorro rojo.
- Rodeado de árboles siento del bosque la mirada, sus palabras, el hablar de sus ruidos que me invitan a la noche. A enredar con tus trenzas morenas, Laura, como enredadas están tantas de sus ramas.
En un recodo del bosque existen, ocultas, doce chozas de madera con techo de hoja de palma. Flotando sobre el río dejan un paseo circular para mirar las estrellas de ambos hemisferios. El bosque respira indeciso entre la furia y la calma, entre el silencio y el concierto estridente de los seres vivos que la pueblan. Entre los dos hemisferios se mueven nuestros mundos, entre la calma de Laura y mi vida ilusionada, entre su realismo y mi falta de templanza.
- En la noche, cenando entre velas, tus manos blancas, con sus finos dedos, acarician mi rostro. El bosque, lleno de celos, acelera la música de sus insectos, saca a pasear sus tarántulas en busca de vidas que sacien su afán de venganza, su deseo de ti, Laura. Presiento el peligro, la vida amenazante de un bosque animado que, mirando el perfil griego de tu nariz ocultando tus sensuales labios, te desea como en mí nace el deseo al ser acariciado. Al sentir la respuesta de tu cuerpo a mis caricias, al juntar tu deseo al mío, al imaginar la sonrisa de tu rostro y escuchar el gemir de tus sentidos, olvido el bosque, la tarántula, el agua, el río y sueño, despierto, en esta mitad del mundo, tenerte siempre a mi lado.
Horas sin sentir el tiempo, momentos continuados de eternidad inacabada. Todo sentido por dos seres que se aman lejos de la luz, de las prisas, de los coches, en el centro de un bosque hostil bajo el techo de su cabaña.
- La vida se me escapa en este momento eterno, imperecedero, perfecto; la vida se queda, al tiempo, plena, en el momento en que dos vidas construyeron un nido de felicidad bajo un mosquitero en lo más profundo de la selva.
Salen del mosquitero, de la cabaña, para ver en los ojos verdes de Laura el reflejo del firmamento. Al levantar la vista contemplan en el mismo cielo la Osa Mayor y la Cruz del Sur y son conscientes de haber tocado un paraíso, que no es éste, pero que lleva en su seno las dos mitades que formaron este uno. Minutos, horas...
- No tengo reloj, ni móvil, ni prisas, tengo tu mano entre las mías, contemplando nuestros ojos la misma estrella. El bosque intenta ocultarla, movidas las nubes por el viento, intentando robar la mitad de ti que yo tengo. Descanso feliz, mirando su rostro, donde un mechón de pelo rebelde no oculta las lágrimas cercanas, tiernas y sentidas de un cariño compartido para siempre.
Comienzan a sonar los ruidos de la mañana, veo al colibrí cerca de su nido agitando sus alas invisibles junto a la flor, a los monos saltando con sus gritos en la ramas, a la anaconda buscando una nueva presa para su descanso y mil pájaros de colores. En medio de la laguna, bajo el vuelo de las aves, aparece de nuevo la vida en forma de luz, en el despertar nuevo del día entre los delfines rosas y el colibrí, para gravar la imagen del amanecer en la laguna para siempre.
Después de media hora en barco nos quedamos solos con Gilver, en tierra, para hacer una travesía caminando por la selva y el bosque inundado. Gilver es un guía tranquilo, mide más de 1,70, tiene unos 30 años, ha nacido en la Amazonía y la ama. Ha trabajado para los petroleros pero ha decidido que su lado es la selva que conoce y descifra en cada huella o sonido. Camina rápido, habla pausado y cuando algún animal molesta, o puede molestar a alguien, parece retirarlo con una caricia. Sus pómulos saltones, el pelo tupido que cae sobre su frente, le hacen diferente, más indígena que mestizo, pero no llego a distinguir con claridad estos conceptos en el rostro de las personas. Hasta los mayores le respetan, es maduro, trabajador y paciente. Fue sin duda la figura de nuestra Amazonía, más que las tarántulas, el chamán o los delfines.
Con él el viaje lejos del sol, bajo las sombras de una vegetación siempre exuberante, parece más seguro y lleno de hallazgos continuados. Primero un termitero al que rompe la cubierta para enseñar las diferentes clases de seres, desde los inspectores a los obreros, que en breves momentos comenzarán la reparación del daño que les hemos causado. Paramos a ver unas hormigas con sabor a limón, algunos las prueban, Laura la primera, y asienten con su degustación. Vemos enormes orugas de mariposas de las que nos explica, con paciencia, la duración de su vida y evolución. Rociamos con hormigas nuestros brazos porque aquella especie es un fuerte repelente para los mosquitos. En cada árbol una historia, en cada huella un animal, no cuesta imaginarse a los jabalís, corzos o pecaríes al ver señaladas sus huellas recientes en el suelo húmedo de la selva.
Un buen rato por las charcas, un viaje breve por las lianas, fotos en un tronco carcomido de un árbol para el recuerdo de los turistas y el caminar a la sombra de los árboles cargados de avisperos, termiteros, orugas, hormigas, mosquitos y arañas, muchas arañas. Un nido de cigarra, en forma de flauta, provoca por su belleza una de nuestras muchas sonrisas. El nido del colibrí ya no nos sorprende por ser ya visto ayer en el río. Más de dos horas caminando, rozando los secretos de la selva, admirando cada explicación por lo perfecta que llega a ser la vida en equilibrio y cómo se compensan los alimentos y las carencias. Romper este equilibrio pondría en peligro la selva, sus plantas medicinales, su vida animal, su belleza, la perdurabilidad. Son suelos de color rojo y pardo, pobres en nutrientes; el bosque inundado tiene una coloración parecida al té bien cargado.
La tarde comienza a declinar y, como todas las canoas del Parque, nos dirigimos a la Laguna Grande a ver el gran espectáculo del ocaso, a decir al rey de estas tierras hasta mañana. Su luz y calor permiten la vida sin límites en la selva inundada. En el cielo abundan las nubes claras, son nubes tranquilas, poniendo calma en la quietud del centro de la laguna donde cinco o seis canoas diseminadas esperan con las cámaras preparadas el momento. Sobre la vegetación de la laguna, entre las nubes tranquilas, el sol está a punto de ofrecernos uno de los espectáculos más hermosos en el corazón de la selva. Molestan nuestras cámaras, falta la intimidad del sentimiento del atardecer en aquella canoa superhabitada de seres que se mueven, no toca recostar la cabeza en la caricia de aquella persona a la que amas porque todo es público, grande, espectáculo más que momento de vivir en el otro la tarde.
Llega ese momento mágico en que las nubes parecen robar el fuego al día y el cielo guardar el recuerdo de la luz. Sereno el espíritu al saber que mañana volverá la vida, nostalgia del tiempo que marcha en busca de la nada, tranquilidad al vivir el momento mágico que la selva nos regala y que, por un momento, nos hace sentir dioses inmortales a los que el cambio y la fugacidad no rozan porque sus sentimientos se pierden en el horizonte de los sueños donde lo perecedero no tiene tiempo.
Los indígenas, el chaman, las pirañas, la yuca, el caimán, la noche en el centro de la laguna tocando el cielo con más estrellas que podemos soñar. Cada momento un secreto, una vida, un mundo. Los días pasan ahora rápidos, los paseos por el río instalan la belleza en lo cotidiano. Las manos y las miradas se encuentran al vivir juntos tantas experiencias inesperadas.
La canoa abandona contracorriente, protestando, la selva. Quizá nunca debimos aprender lo que nos llevamos, quizá los sinoas vivirían más felices sin pensar en vendernos collares o en el dinero que cambie su modo de vida. Laura y Raúl tienen la sensación de haber visto algo que se acaba e intentarán conservar en sus vidas el recuerdo de aquellos días lentos y llenos de vida de la selva.
Nos despide Gilver para introducir nuevos turistas en el corazón de la selva, volvemos nosotros a las prisas, los horarios, a aquella España urbana que nos recibe con medio cielo, apagado el brillo de las estrellas. Raúl y Laura al aterrizar en Barajas sienten más cerca al otro, saben que nunca olvidarán aquella anaconda descansando sobre el Amazonas que reflejaban unos ojos verdes llenos de admiración y sorpresa, guardan en secreto el recuerdo del firmamento lleno de estrellas que termino de ligar sus vidas para siempre.
En la cabaña, en el corazón de la selva, las tarántulas van haciendo disminuir con rapidez la población de mosquitos. Un concierto de sonidos eleva la música por encima del bosque, tiene su público en las estrellas.