Bajo el sol del Sahara.
Autor: Cris Osnola.
No podía creer lo que estaba pasando. Simplemente no me cabía en la cabeza. Miré a mi padre totalmente sulfurada y él me devolvía una mirada de disculpa intentado así suavizar el enfado que ya sentía.
Traté de calmarme contando hasta diez como suelen decir cuando no quieres explotar y decir todo lo que sientes, pero esos diez acabaron siendo veinte y después ya perdí la cuenta. Por lo que simplemente suspiré enfadada y dejé de mirarle.
– ¡Vamos hija! Podría haber sido peor...- trataba mi padre de animarme sin darse cuenta de que aún lo estropeaba más.
– ¿Peor?- dije, notando cómo mi padre daba un paso atrás aterrorizado- Dime papá... ¿Qué puede haber peor que quedarse sin gasolina en medio del desierto sin posibilidad de contactar con nadie?
Noté que mi padre comenzaba a sudar frío a pesar del calor que hacía en ese momento. Suspiré derrotada. Sabía que no lo hacía aposta, simplemente no se daba cuenta de que era peligroso lanzarse por libre a explorar las dunas del desierto del Sahara. Desde que mi madre murió hacía unos años, parecía que no le importaba cometer imprudencias y no hacía más que cometer una estupidez tras otra sin darse cuenta de que mi hermano Caleb de once años y yo misma de sólo quince estamos a su entero cargo.
Esta vez, la idea descabellada que se le había ocurrido era alquilar un todoterreno y lanzarnos junto con él a la aventura de cruzar el desierto a través de las dunas. Hubiera sido una experiencia extraordinaria de no ser porque nos quedamos sin gasolina y en medio de la nada, sin nada más que los móviles sin cobertura y una patética cantimplora de agua.
Y hasta ahora. Por suerte, Caleb, de pronto, levantó la vista y vio algo a lo lejos que no tardó en hacernos saber:
– ¡Papá! Viene gente a lo lejos.
Ambos dejamos de discutir para mirar en la dirección que nos decía y, en efecto, un grupo reducido de personas acababa de dejarse ver a través de la duna. Eran unos pocos e iban vestidos con turbantes y largas túnicas de lino de colores suaves para intentar alejar el calor intenso. Unos cuantos dromedarios les acompañaban mientras los llevaban a pie. Acababa de aparecer nuestra salvación.
– Voy a intentar hablar con ellos- dijo mi padre de repente- meteos en el coche. No es bueno que os dé tanto el sol.
–¿Y en qué idiomas les vas a hablar?- preguntó Caleb sin entender.
– Probaré en francés- contestó él- Al fin y al cabo todo esto fue colonia francesa, ¿no?
– Buena suerte...- dije yo simplemente aunque en el fondo deseaba que sirviese.
Él no dijo nada, sólo abrió la puerta del coche y nos dejó entrar antes de marcharse en dirección a aquellos bereberes corriendo. Sólo esperaba que no se rieran y nos dejaran allí.
– ¿Crees que le harán caso?- me preguntó Caleb mirando por la ventana cómo nuestro padre había logrado hacerles parar.
– Espero que sí- contesté yo también pendiente de la situación.- Mira, parece que están hablando tranquilamente.
Por suerte, tras ver que parecía que se sonreían, nuestro padre volvió en dirección al coche y nos abría la puerta para decirnos:
– Recoged vuestras cosas, hijos. Esta gente nos permite quedarnos en su campamento hasta que vengan a buscarnos mañana.
– ¿Dónde está su campamento?- pregunté yo temiéndome lo peor.
– Dicen que no muy lejos de aquí, hay un oasis donde están situados. No te preocupes, Jenny, no permitiré que nadie os haga daño.
Yo, entonces, miré a Caleb y a mi padre que parecía desear salir de este problema actual y entonces suspiré asintiendo a mi padre y siguiendo a mi hermano a la salida del coche.
Nos unimos al grupo que nos esperaban allí. Eran personas de piel negra que contrastaba fuertemente con sus ropaje claros y sus sonrisas blancas que deslumbraban. Uno de ellos nos señaló a los dromedarios dándonos a entender que nos permitían ir sobre ellos y nos ayudaron a subir a duras penas.
Después de colocarnos y de unas cuantas risas acerca de lo ridículos que debíamos estar ahí subidos retomaron el camino.
Caleb, que se había subido al mismo dromedario que yo, me abrazaba con fuerza y no dejaba de mirar al suelo asustado. Había olvidado que tenía miedo a las alturas y le tomé de la mano para que se sintiese más tranquilo. Aunque ya realmente ni yo me sentía tranquila y apreté su mano en busca de algo de apoyo por su parte.
El único que parecía a gusto era mi padre que, un par de pasos más adelante, charlaba animadamente con uno de los hombres que nos había recogido en francés contándole lo que nos había pasado. Resoplé molesta por su despreocupación y decidí ignorarle, prestando atención a lo que nos rodeaba.
Pronto, a lo lejos, puede vislumbrar por fin un oasis no muy grande más allá de la última duna que mi vista alcanzaba a ver. Al final, íbamos a estar bien y todo.
A medida que avanzábamos más en dirección al oasis, mi humor iba mejorando. Pudimos ver grandes palmeras y parecía que el calor descendía más a medida que nos aproximábamos más. Lo cual era una alivio. Pronto vimos el campamento. Era un lugar realmente exótico lleno de esas tiendas de campaña que mi padre llamaba jaimas rodeadas de palmeras. Podía ver gente sentada en el suelo a sus quehaceres y a niños corriendo despreocupados de un lado a otro. Parecía un lugar hospitalario, pero no pensaba separarme de mi padre y de Caleb, y menos cuando ya era casi de noche...
Por fin, el grupo decidió parar y pudimos bajar de esos animales. Noté como Caleb no me soltaba de la mano y que yo se la apretaba con más fuerza de la usual. Nuestro padre se acercó a nosotros después de haberle visto hablando con el cabecilla del grupo y nos dijo:
– Mohammed dice que podemos quedarnos esta noche y que estamos invitados a la fiesta que celebran esta noche.
– ¿Una fiesta?- preguntó yo- ¿Qué clase de fiesta?
– Estará bien, Jenny- dijo mi padre- relájate y agradece la suerte que tenemos de poder presenciar algo así.
Resoplé incrédula. ¿Es que sólo a su padre se le ocurría pensar en que estaban de suerte en una situación así? De pronto, una mujer se acercó a nosotros y tras decirle algo al hombre que nos había acogido, éste se volvió a mi padre para comentarle algo que nos hizo saber enseguida:
– ¡Ah, Jenny! Dicen que para la fiesta quieren dejarte algo especial para que te pongas...
¿Que me iban a dar algo? Miré a la mujer que acababa de llegar, que me estaba mirando intensamente. Pero sólo me miraba mí, no podía levantar la vista en dirección a aquel hombre, ni a mi padre... ni siquiera a mi hermano. ¿No pretenderían obligarme a llevar esa ropa negra y esos pañuelos que dan tanto calor que había visto en todo el país que llevaba las mujeres, no? Miré a mi padre, que parecía haber adivinado mis pensamientos, dijo:
– Seguro que es algo bueno, Jenny por favor. No ofensas a nuestros huéspedes.
No me quedaba otro remedio. Así que seguí a la mujer en dirección a una de las jaimas, lanzándole a mi padre una mirada de profundo enfado. Como fuera algo malo, se lo haría pagar y no tendría tiempo suficiente para resarcirme... Eso era algo que tenía clarísimo.
Mi padre tuvo suerte, no fue nada malo lo que me dieron. Me prestaron una de esas túnicas que solían llevar que mi padre denominó chilaba la primera vez que la vi de color azul que las chicas me dijeron que combinaba como mis ojos azules y me maquillaron con sus pinturas que me parecieron mucho mejores que las que yo tenía en el hotel. Luego apareció otra chica y me dijo que me iba a hacer un tatuaje de hena con mi nombre.
Las más jóvenes tenían un par de años más que yo y hablaban muy bien francés, por lo que pude comunicarme con ellas y pasar el rato hablando de cosas de chicas...
En ese momento me encontraba, cuando una de ellas entró en la jaima avisando de que era la hora de la fiesta. Así que todas la seguimos en dirección a otra jaima mucho más grande donde ya comenzaba a escucharse.
Ya era de noche y la fiesta que allí tenían montada comenzaba a ser animada. Puede que resulte extraño, pero nunca en mi vida había disfrutado tanto como aquella noche. Gente bailando al ritmo de la música que ellos mismos estaban creando con sus flautas y tambores, otros repartiendo una comida que en mi vida había comido. Todos vestidos con diversas túnicas como la que me habían prestado de diferentes colores según si eran hombres o mujeres, todos de piel oscura y ojos claros... bueno no todos. Vi a lo lejos a mi padre y a mi hermano, los dos rubios y con los ojos azules como yo, también ataviados con túnicas. Al verme, mi padre levantó el brazo a modo de saludo y fui hacia ellos:
– ¡Mira Jenny!- dijo él- Prueba esto. ¡Está delicioso!
– ¿Qué es?- pregunte mirando aquel plato que parecía carne con verduras, arroz y otras cosas que no llegaba a apreciar.
– Es un estofado con cuscús- me explicó tomando una cucharada- ¡Anda, pruébalo! A Caleb le ha gustado.
Miré a mi hermano impactada. Recordé entonces lo quisquilloso que era para comer, así que si lo había comido, es que estaba bueno. Lo probé y dejé que mi lengua y paladar degustaran aquello.
¡Realmente estaba buenísimo! Tomé la cuchara que me tendía mi padre y comí un poco más de aquel plato tan deliciosa. No sabía que era, pero desprendía un olor que abría mucho más el apetito y quería comer más.
Pero no pude cumplir mi deseo. En ese momento, un grupo de las chicas con las que había estado antes se acercaron y me llevaron a bailar con ellas. Estaban dispuestas a enseñarme sus danzas y me alejaron de mi familia.
La velada fue realmente increíble. Comimos, bailamos y oímos historias interesantes de la tribu. Ahora lo pienso y sí, la verdad es que tuvimos suerte de que mi padre se volviese loco y decidiera lanzarnos a la aventura para acabar de aquella manera en esta situación actual. Sólo de pensar lo que les contaría a mis amigos cuando volviese a casa, me animaba mucho más...
De pronto, alguien tocó mi brazo llamando mi atención. Volví la cabeza y me encontré de cara con Ahmed, uno de los chicos de la tribu. Desde que entré me había fijado en que no dejaba de mirarme creyendo que no me daba cuenta. Yo también me había fijado en él después de tantas miradas indiscretas y pude observar que era bastante apuesto, como la mayoría de los chicos del norte de África y el Mediterráneo con unos ojos verdosos muy bonitos como mucha gente de por aquí, y piel dorada por el intenso sol del desierto.
Él sonrió y me tendió la mano, invitándome a bailar con él. Busqué a mi padre con la mirada y vi que estaba ocupado conversando con el mismo hombre que nos recogió del desierto. Luego miré a Ahmed y vi que él también miraba a la misma dirección. Seguramente, había esperado el momento de que mi padre se distrajese para acercarse a mí.
Acepté su mano y nos encaminamos en dirección al lugar donde todos bailaban y dejé que él me llevase, intentando aprender la extraña danza que él bailaba. Bailaba a su lado, tratando de seguir la música y de repente, él se acercó a mí y me besó en los labios de forma repentina. Me quedé totalmente parada sin saber qué hacer. Había sido un simple toque con sus labios, pero la huella de su tacto sobre los míos había quedado presente, sintiendo la agradable sensación que siempre he sentido cuando he besado a chicos que me habían gustado. Pero a la vez también sentí cierta vergüenza y noté cómo el calor se adueñaba de mis mejillas con un más que posible sonrojo.
Él, al ver mi reacción, sólo sonrió y, acercándose a mí, me dijo en francés:
– Eres muy bonita.
Yo aún trataba de recuperarme de la impresión y le miré. Vi que me lo decía de verdad en sus ojos y que esperaba que siguiese bailando con él. Yo entonces sonreí y, sin que se lo pudiese esperar, le di un bofetada en la cara. Pero, antes de que se llevara la mano a la cara por el golpe, me adelanté y le di otro beso de regreso en la boca. Después de eso, le miré y me marché en dirección a mi padre.
Sabía que él no lo comprendería. Pero yo también quería devolverle el beso y a la vez, no podía permitir que pensase que podía hacer conmigo lo que quisiese. Son cosas en los que siempre una mujer debería de pensar a mi modo de ver. Así que por eso actué como actué.
Llegué a la altura de mi padre y permanecí junto a él, dispuesta a no separarme de él en todo lo que quedaba de noche.
Al día siguiente, un coche procedente del hotel donde nos hospedábamos vino a buscarnos allí, después de haber logrado contactar con él.
Todos los miembros de la tribu, se despidieron de nosotros muy acaloradamente y nosotros les respondimos de la misma forma.
De pronto, antes de que entrase en el vehículo, apareció Ahmed. Se acercó a mí y,sin dejar de mirarme a los ojos, me entregó un regalo. Era un amuleto en forma de ojo que, según sus creencias, protegía contra el mal de ojo. Sonreí al verlo y lo guardé en mi bolsillo.
Él entonces ya se iba a marchar cuando le tomé del brazo y le di otro corto beso en los labios, antes de meterme en el coche y cerrar la puerta detrás de mí.
Vi que él sonreía y, mientras el coche arrancaba me guiñó un ojo y dijo adiós con la mano. Cuando ya nos pusimos rumbo al hotel supe que habían sido unas grandes vacaciones en el Sahara.