RELATO 004

En Singapur a deshoras
Autor: B. J. M.

A veces pasa. Tú estás tan tranquilo, como siempre, dejando correr  tu vida despreocupadamente y contemplando al mismo tiempo desde la lejanía lo que hacen los demás con la suya, y de pronto, casi sin darte cuenta, te hallas ante uno de esos cruces de caminos en los que se supone que por una vez tienes que tomar una decisión. Como cuando el indolente Rudolf Rassendyll, que había llegado a Zenda con la única aspiración de pasar un entretenido día de pesca, se encontró con que le pedían por favor que suplantara por unas horas al mismísimo rey de Ruritania. O como cuando el niño Kim oyó contar al viejo lama la historia de su solitario viaje en busca del legendario Río de la Flecha. Sí, bueno, a veces pasa, -es lo que los antiguos llamaban aventura-, pero normalmente solo en las novelas. En la vida real pasan otras cosas. A ver si me explico.
Eran las once y media de la noche en Kuala Lumpur y yo estaba sentado en un banco de la abarrotada estación de Hentian Puduraya. Es verdad que podía esperar un rato más, porque faltaba todavía media hora para que saliera el autocar de la Transnasional que debía llevarme a Singapur, pero ya que tarde o temprano tendría que hacerlo, para qué retrasar lo inevitable.  Así que me levanté, pasé por delante de un grupo de talibanes que entretenía la espera leyendo el Corán -Dios de los cristianos, por si las moscas, que su autocar no sea el mismo que el mío, recé-, saqué de mi mochila lo que me quedaba del paquete de chicles que me había traído de casa y lo arrojé a la papelera. Listo. Ahora ya podía entrar en Singapur sin correr el peligro de que me empuraran en la misma aduana. Porque introducir chicles en el país está castigado con una multa que te cagas. Bueno, importar chicles, escupir en la acera, tirar papeles al suelo, fumar en los lugares públicos, orinar de matute, dejar sobras de comida en el plato en los buffés libres, cruzar la calle con los semáforos en rojo...  Y el tráfico de drogas está penado con la muerte. Solo hay una ley de cuyo cumplimiento yo estaba exento por mi condición de extranjero. La de llevar el pelo corto. Aunque después de lo que había visto reflejado en el espejo de los lavabos de la estación unos minutos antes, empezaba a no estar del todo seguro de que la tolerancia de las autoridades locales alcanzara a tanto. Conque aventuras, las justas. Fuera chicles.
Cinco horas y más de 300 kilómetros de autopista más adelante, después de haber atravesado el mar por la carretera que une la ciudad malaya de Johor Bahru con la pequeña isla de Singapur, me puse por fin en la cola de la aduana.  Los autocares malayos solo tienen un asiento en cada fila en la parte de la izquierda y la separación entre las filas es mayor de lo habitual en Europa, no saben lo cómodos que resultan, pero yo no había sido capaz de pegar ojo en todo el viaje y encima aquel café con leche que me tomé en un restaurante de carretera, a las tres de la madrugada y en reñido combate  con un millón de moscas, me había revuelto las tripas. Así que no vean la cara con que me presenté ante el policía de fronteras.
-¿Llevas alcohol o drogas?
-No,  y chicles mucho menos, señor agente.
A las cinco y media, todavía en plena noche, el autocar nos dejó a todos en la parada final de Levander Street, más allá de los límites de Little India, esto es, a las afueras de la ciudad y en mitad de la calle (iba a decir de la puta calle, pero mejor no, que las paredes oyen). No se veía un alma y, lo que me resultó más fantasmagórico todavía, ni un papel en el suelo. O sea, que era cierto. Aquel era, en efecto, el mundo feliz que había soñado Lee Kuan Yew, el iluminado cantamañanas que en 1959 se hizo con el cargo de primer ministro de Singapur y que, aquí donde lo ven, con toda su ristra de capulladas paternalistas fue capaz de mantenerse en el machito durante más de 30 años.
Así que empecé a caminar, confiando en que tarde o temprano las imponentes siluetas de los rascacielos que se levantan sobre los muelles del distrito financiero vinieran en mi auxilio para guiarme por el camino correcto. Caminar es algo que siempre se me ha dado bien, supongo que porque es una de las pocas cosas que pueden hacerse con las manos metidas en los bolsillos. Una hora más tarde, sin embargo, apenas había avanzado media docena de manzanas y tampoco estaba muy seguro de haberlo hecho en la dirección adecuada. En Singapur los semáforos para peatones incorporan una cuenta atrás que te va indicando los segundos que faltan para que vuelva a encenderse la luz roja, o sea, que son la mar de entretenidos si dispones de tiempo libre, y, bueno, ya me dirán que otra cosa tenía yo necesidad de hacer a esas horas, así que en cuanto empezaba a parpadear la lucecita me quedaba plantado obedientemente, aunque no pasara un maldito coche. Me hallaba ante uno de ellos, el séptimo o el octavo, pronto perdí la cuenta, esperando una vez más a que se pusiera verde, cuando de repente oí gritos a mi espalda. Era un viejete chino en pantalón corto y alpargatas. Venía a toda leche haciéndome aspavientos y dándome voces. En seguida llegó a mi altura, me sonrió con condescendencia y, después de chasquear la lengua burlonamente, cruzó sin más, acordándose, eso sí, de dedicarme una última retahíla de monosílabos mientras se alejaba calle abajo.
Eran las seis y media de la mañana y aquello era el cruce de Victoria Street con Bras Bash Road. Fue entonces cuando yo también tomé mi decisión. La decisión de la que hablaba al principio. No fue como cuando Andrés Luis Moreau se tiñó de blanco la cara para convertirse en Scaramouche. Ni tampoco como cuando Francis Osbaldistone abandonó su mesón de Glasgow para acudir a aquella misteriosa cita a medianoche con un desconocido que resultó ser Rob Roy MacGregor. Ya digo que hay cosas que solo pasan en las novelas. Yo simplemente crucé. En rojo. Ese semáforo y todos los demás hasta Chinatown. Y aun así no hubo manera de pillar al  viejete, oigan.