El paraíso perdido.
Autor: M.P.R.
A principios de noviembre del año dos mil uno, mi buen amigo Rodrigo se hizo una pregunta tan breve y concisa como difícil de entender para un fiel agnóstico como yo: “¿dónde se esconde el Paraíso?” Poco tiempo después, sin apenas cuestionarse las consecuencias que podía acarrear su decisión, se embarcó en la desordenada aventura de buscar la respuesta a dicha cuestión; respuesta que, por criterio personal, completaría el puzzle de su felicidad: un lugar, la inspiración, su “yo” interior, el sentido de la vida… o al menos una puerta, una salida para la intransigente inquietud de su mente. Y un buen día se lanzó al vientre de Sudamérica, pues una extraña voz interior, quizá una voz del pasado brotada de un viejo libro que una vez cayó en sus manos, le había dicho que allí encontraría la respuesta.
Su hija Rosana era ajena a los devenires del idealismo: lloraba y reía, dormía y despertaba, emitía sonidos indescifrables y chupaba todo objeto que caía en sus diminutas manos. Rodrigo, que la amaba más que a la esencia de su propio ser, no pudo despedirse de ella, ni tampoco secar con su pañuelo de seda azul el hilillo de baba que siempre resbalaba por la comisura de sus labios, pues ese día nadie fue a despedirlo al aeropuerto, porque nadie comprendió su marcha. Rebeca, su mujer, lloraría su partida desde la mecedora de mimbre que ellos mismos habían restaurado el mismo fin de semana que se mudaron a aquel pequeño ático en el centro de la ciudad.
Solo, en compañía de sus anhelos más profundos, decidido a cambiar su mundo interior, sin mirar atrás, subió al avión.
Llegó a Buenos Aires un catorce de noviembre, después de doce horas de cielo infinito y nubes tan blancas como las cumbres de Sierra Nevada en diciembre. Allí contactó con Ariel, un viejo porteño de tez morena, aventurero y superviviente por derecho, al que años atrás sus ganas de vivir lo habían llevado a recorrer media Europa sin más compañía que su perro y una vieja guitarra española que adquirió en Granada a su paso por España, y que en más de una ocasión le salvó la cena o el almuerzo. Guiado únicamente por las imágenes que recordaba de sus sueños, Rodrigo había decidido comenzar la búsqueda de su paraíso onírico en el caluroso norte de Argentina. Y por ello se acompañaría de Ariel, convertido, por una de esas casualidades del destino, en su mejor amigo.
Cuánto tiempo había pasado, cuántas batallas habían perdido antaño… Quizá menos de las que ambos recordaban, pero suficientes para cubrir de emociones, con sabor a un buen tinto de Rioja, el trayecto en el ‘Expreso Singer’ a Iguazú, de unas veinte horas desde la capital.
En Foz (Brasil), Ariel debía presentar unos negativos en una revista local y, de paso, aprovecharía para realizar un pequeño reportaje publicitario en las Cataratas de Iguazú, así como para tomar unas instantáneas en la provincia de Misiones, donde finalmente separaron sus caminos. Rodrigo se despidió de él al cruzar el río Paraná, camino de Bolivia, porque ésa era exactamente la franja rotulada, el tramo donde, por afinidad, se debía esconder el Paraíso que describían sus sueños.
Las mariposas gigantes le indicarían los mejores lugares para descansar, las estrellas serían testigos mudos de sus inquietudes... hasta que una tarde gris y lluviosa, un Tapir travieso le robó parte de sus provisiones mientras daba la espalda a su mochila por un asunto de aguas menores. Poco más tarde, unos extraños insectos mitad hormiga mitad escarabajo intentarían devorarlo, rompiendo de manera brusca su sueño. Pero unos simpáticos nativos de una tribu semisalvaje, vestidos con camisetas serigrafiadas de “AC-DC”, se apiadaron de la aparente desdicha que dibujaba su aspecto en aquel momento, acogiéndolo a cambio de una bonita petaca de whisky adquirida a precio de oro en un puesto de Tres Fronteras (Hermoso lugar donde el río Paraná separa las tierras de Brasil, Paraguay y Argentina), petaca que había cuidado hasta ese momento de los tristes instantes de añoranza que, en las noches más oscuras, arrastrándose desde el río y dibujándose en el lodo cada mañana, mordían sus recuerdos. Los simpáticos lugareños le invitarían a dormir en pequeñas chozas de palmera y yuca, a saborear ricas resinas de los árboles, comer exquisitos gusanos de la madera, sabrosas hormigas de limón, jugosas serpientes de río…; raíces frescas, llamativas frutas de colores vivos, en maravillosos e inolvidables festines a la luz de una hoguera prendida con nafta, en confusas y cálidas noches de luna llena.
Durante algún tiempo, Rodrigo se permitió vivir de aquella singular hospitalidad sin más planteamiento que experimentar las innumerables nuevas sensaciones que le ofrecía el mágico lugar donde se hallaba. Y en su afán empirista debió tomó algunas medicinas de efectos tan dinamizadores que, muy pronto, llegaron a sanar y hasta casi hacerle olvidar las pequeñas heridas del corazón. Aprovechando su permanencia, visitó innumerables rincones vírgenes de la selva, tan escondidos como hermosos, tan atractivos como misteriosos. Contempló flores y animales que pudo creer jamás vistos antes por ningún otro ser humano. Y en la profundidad de la soledad descubrió nuevos sonidos, nuevos silencios, noches eternas y salvajes, espectaculares amaneceres, cromatismos multicolores, nieblas vivas, ocasos que hablaban con las montañas… Pero también se enfrentó a intensas fiebres y extraños sarpullidos en lugares indecibles de sus carnes. Su insustituible Nikon F2 fue testigo excepcional de todo ello, y de alguno de los escenarios más maravillosos que en su corta vida había contemplado; imágenes que a punto estuvieron de perderse para siempre cuando, cierto día, un inquieto mono araña decidió sustraerle la bolsa con la cámara y los carretes. Su recuperación no fue tarea fácil.
El tiempo fue una sombra tras sus pasos. Cuando Rodrigo llegó a Bolivia ya habían transcurrido casi tres meses desde su partida. Tuvo entonces que vender la cámara, la mochila y el reloj para poder comprar comida, pues la necesidad era imperiosa. Por suerte, pudo cambiar la fecha del pasaje.
Y deambulando por calles, selvas, bosques…, mezclándose con las gentes de cualquier lugar que encontraba a su paso, logró sobrevivir dos meses más.
Mas cuando ya dudábamos que regresara, cuando pensábamos que se había perdido en la selva o lo habían devorado las hormigas o su propia inconsciencia –siempre ligada a la temeridad de sus actos–, entonces, apareció de repente. Recibimos su primera prueba de vida a los cinco meses del último e-mail: el diecisiete de abril de dos mil uno. Realizó una escueta llamada telefónica desde un locutorio que halló cerca del aeropuerto, minutos antes de partir en el avión que, haciendo escala en Bogotá y luego en Río, lo llevaría de regreso a España.
Apenas diecinueve horas más tarde, aterrizaba sobre la realidad más arrolladora.
En el aeropuerto de Barajas esperaban su mujer y su hija, cogidas de la mano con la entereza que sólo posee el temple de la integridad y la confianza plena en la otra persona, como si Rodrigo no hubiera partido más que unos días a uno de esos congresos sobre comunicación audiovisual. Acudieron con la furgoneta azul, la misma con la que habían recorrido Francia y Holanda tres años antes, y en la que tantos y buenos momentos habían pasado juntos. Por derecho, aquel viejo vehículo ya era uno más de la familia.
Rodrigo, por fin, en carne y hueso, enmarcado por una fría puerta metálica rodeada de sensores; delgado, ojeroso y visiblemente cansado, pero luciendo ese mismo intenso brillo en los ojos que cuando cruzaron sus miradas por primera vez, adornado ahora por una dulce y pícara sonrisa.
Y en aquel receptáculo de espacios transitados por millones de sonidos encontrados, rompiendo la aparente quietud de sus semblantes, se fundieron los tres en un infinito abrazo, por el que hubo de resbalar alguna que otra lágrima.
Pocos días más tarde quedé con él en un café del centro, cerca de la plaza de Manises. Rodrigo se pidió un orujo de hierbas y yo una copa de pacharán. Tras el trago del primer brindis, le hice la pregunta:
–…Pero dime, Rodrigo, ¿encontraste al fin el paraíso que andabas buscando?
Y él me contestó:
–Sí, compañero Juan, lo encontré –abrió su ceño y despertó una tímida sonrisa en su rostro–: en un rincón de la selva oscuro y cenagoso –prosiguió–, una tibia noche de enero. Fue poco antes de llegar a Bolivia –perdió su mirada en el falso techo del reservado.
–¿Y dónde se encuentra dicho lugar? ...Si no es inviolable el enigma –insistí, inquieto a la vez que intrigado.
–Te lo diré si prometes “no” guardarme el secreto –dijo. Y, tras una eterna pausa de silencio, al fin se pronunció–: ...Al menos, mi Paraíso se halla en dos lugares sencillos y muy fáciles de localizar, y que nada más llegar a España fui a buscar: en un abrazo de mi hija y un beso de mi mujer. ...Aunque, sin duda alguna, aquel es un hermoso lugar del que partir o en el que comenzar a buscar –subrayó convencido–. Juan –continuó, ahora enigmático–, te contaré un secreto: este viaje sólo fue el alimento que necesitaba mi alma para despertar.
Confundido por su reacción, le volví a preguntar:
–Y si hallaste tan pronto las respuestas, ¿qué te retuvo tanto tiempo allí?
–Verás..., quizá haya algo más –estranguló su frase en un pequeño lapso de silencio, antes de responder–: Pero lo hube de olvidar.
Ante aquella turbia declaración de principios, que todavía hoy dudo llegue a comprender algún día, levanté el brazo y pedí al camarero que rellenara de nuevo nuestras copas.